Puede que nadie le crea, pero yo no puedo evitar, en lo
más profundo de mí y con una fe ciega, intentar encontrarle alguna lógica, es
mi amigo de la infancia y no soporto verlo así, atado a esa silla de ruedas y
alimentado tres veces al día por una enfermera, con la mirada perdida en el
infinito y sin recordar si quiera su nombre. Lo que os voy a contar es algo que
él mismo me contó ayer durante mi visita diaria en uno de sus accesos de
cordura, si se le puede llamar así, logrado, supongo, por el tratamiento de electro
shocks que el Doctor le administra todas las mañanas, no lo sé, pero el relato
me resultó tan extraño que me encuentro en la necesidad de compartirlo con
vosotros, sólo porque a lo mejor, expresándolo a través de palabras más
coherentes que las utilizadas por él, sirva para intentar comprender el
descenso a la locura a la que se ha visto abocado mi gran amigo, y que, de algún
modo, pueda servirnos de ayuda para hacerle regresar a la cordura.
Es de noche, se despierta sobresaltado, unas gotas de sudor
recorren su frente mientras alcanza el reloj despertador de la mesita de noche
en un gesto que ya se ha vuelto mecánico. Se frota los ojos, lo mira
atentamente durante unos segundos y lo deposita de nuevo en su lugar con un
suspiro, las 03:00, otra vez.
Se levanta de la cama preguntándose por qué demonios tiene
que pasar por esto cada noche. Con esta, son ya alrededor de treinta las veces
que se ha despertado de madrugada a la misma hora, "¿será esta casa?, ¿por
qué tuvo que aceptar la herencia de su difunto tío y mudarse sin pensárselo dos
veces?, ¿por qué no pasó en esta dichosa mansión al menos un par de noches
antes de organizarlo todo y venirse a vivir, solo, al otro extremo de la ciudad?"...
O tal vez la culpa sea de Margie, su muerte repentina hace un año le dejó
secuelas psicológicas de las que aún se está reponiendo," ¿por qué tuvo
que salir a celebrar su ascenso aquella noche? ¿por qué no se quedó conmigo como
todas las noches?"... No sabe la respuesta correcta y no consigue olvidar
el charco de sangre y el cordón policial en el callejón junto a la ventana de
su cuarto aquella madrugada.
Coge un vaso de cristal de Bohemia del fregadero, lo
llena de agua y observa como los rayos de luz de la luna lo atraviesan,
dibujando haces de colores en su interior... "Precioso, echarle la culpa a
quien ya no está entre nosotros"... Dándole un sorbo, observa a través de
la ventana como el viento despoja poco a poco de sus hojas el cerezo que hay
frente a la casa, y siguiendo con la mirada el vuelo errante de una de ellas,
recae en el cerrojo oxidado del acceso exterior que da al sótano... "Tal
vez sea hora de echar un vistazo ahí abajo".
Toma un cincel y un martillo de la caja de herramientas,
enciende una lámpara de aceite del zaguán trasero y se dirige con ella decidido hacia
las viejas puertas, se acuclilla frente a ellas, deja a un lado la lámpara y
con un golpe seco hace saltar el cerrojo, se detiene unos instantes y con una
aspiración decidida, agarra el tirador oxidado y levanta las maderas carcomidas.
Al abrir el acceso,
un soplo de aire húmedo, caliente y apestoso le golpea el rostro, se aparta trastabillando,
dando un par de pasos hacia atrás y sin dejar de mirar el interior. "Por
Dios, ¿qué hay ahí abajo, un montón de pescado podrido?". Saca un pañuelo
de su pantalón del pijama, y lo sostiene cubriéndose la nariz y la boca, con la
otra mano, recoge la linterna y comienza el descenso.
Al contrario de lo que dicta la lógica los escalones no
acaban en una sala bajo la casa, estos comienzan a girar en torno a un eje
central transformando la escalera del sótano en una especie de escalera de
caracol lúgubre y maloliente hacia las profundidades de la tierra.
Después de perder la noción del tiempo y la profundidad a la que se encuentra, la escalera llega a una abertura que se ensancha hasta convertirse en una especie de gruta, alumbra las paredes y en ella puede observar lo que parece una historia narrada con dibujos tallados en la roca de manera tosca pero nítida, como si estuviesen arañados en la fría piedra por un cincel muy fino o, que cosa tan increíble, unas garras afiladas.
Después de perder la noción del tiempo y la profundidad a la que se encuentra, la escalera llega a una abertura que se ensancha hasta convertirse en una especie de gruta, alumbra las paredes y en ella puede observar lo que parece una historia narrada con dibujos tallados en la roca de manera tosca pero nítida, como si estuviesen arañados en la fría piedra por un cincel muy fino o, que cosa tan increíble, unas garras afiladas.
Acercando la linterna se pueden
apreciar humanoides, con aletas y branquias, saliendo de lo que parecen los ríos y
lagos de una isla, dirigiéndose ordenadamente hacia una montaña con un obelisco en su cima.
Al girar en el siguiente recodo de la gruta, el hedor se hace tan penetrante
que nota como si le faltase el aire, pero la curiosidad, le hace enfocar la
linterna hacia la pared contigua y observar como las figuras danzan alrededor
del obelisco y junto a ellos puede ver lo que parecen símbolos o algo parecido
a palabras en una lengua que desconoce.
Llegados a este punto del relato, mi amigo Edward comenzó a
convulsionar y balbucear algo que no entendí, pero que pareció algo así como una
advertencia que no alcancé a comprender, las enfermeras le suministraron un
sedante pero antes de dormirse conseguí que terminase de contarme la historia, sin duda, lo más
extraño e irreal de todo es este pasaje.
Al parecer, instado por la valentía que le otorgaba una
curiosidad que nunca antes había poseído, continuó su descenso por la gruta
hasta llegar a una cueva tan inmensa y con una oscuridad tan densa, que la
linterna alumbraba escasamente medio metro frente a él. Fue entonces cuando lo
escuchó y pudo reconocer lo que le despertaba todas las noches. Era como el
respirar de la tierra acompasado por el latido de un corazón, probablemente, del
tamaño de una casa. Caminó guiado por un aliento caliente y hediondo que silbaba
al escaparse por la abertura de la gruta y que hacía tililar la llama de la
linterna, cuando sintió la presencia de algo frente a él, levantó la linterna
hacia la oscuridad y un enorme ojo del tamaño de un hombre estrechó su pupila
roja como un rubí, le miró fijamente y fue, a partir de ese momento, cuando un
terror tan inmenso y profundo como el universo se adueñó de su conciencia.
El resto lo sé por el informe policial, al parecer, le
encontraron alertando a los vecinos para que ninguno entrase en el sótano de la
casa a la que acababa de prender fuego y del que una vez extinto, y entre las
ruinas calcinadas, los bomberos habían declarado que no había ni rastro, ni en ese
momento, ni de que hubiese existido alguna vez. A lo que mi amigo respondió con una negación tan violenta y paranoide que la policía determinó en ese
instante internarlo en este psiquiátrico. Lo trasladaron en el coche patrulla mientras no dejaba de repetir
una y otra vez:
"Se ha despertado y ya viene, se ha despertado y ya
viene!!!"
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