El Kuarto Oskuro

Conducía el vehículo por las calles solitarias de la ciudad. Minutos antes, al concluir su jornada en el viejo almacén de repuestos para camiones, había comprado un regalo a su hija con motivo de su cumpleaños. Sonrió e imaginó la cara de la muchacha al recibirlo, y le estremeció un escalofrío de satisfacción que le llevó a pisar más el acelerador. Atravesó el cruce del ayuntamiento y posó su mirada en la línea continua de la carretera, mientras tarareaba los segundos que pasaban parpadeantes en el reloj del salpicadero. Se llevó a la boca un cigarro que llevaba suelto en su bolsillo de la camisa, lo encendió y aspiró el delicioso humo cargado de nicotina y alquitrán justo cuando doblaba la esquina antes de enfilar los últimos 500 m hasta su casa.

Aparcó sobre la acera, frente al garaje, apagó el motor y descendió sonriente del coche. No se molestó en echar la llave, nunca lo hacía. Recogió una pequeña bolsa del maletero y se dirigió con paso alegre hacia el porche. Apagó el cigarrillo en la tierra de una maceta que pendía junto al marco de la puerta mientras introducía la llave en la cerradura.

Ya estoy aquí, dijo cuando depositó las llaves sobre el mueble de la entrada. Se descalzó y subió las escaleras hacia las habitaciones. Mientras ascendía observó como los últimos rayos de luz del atardecer se colaban por el ventanal del salón y se proyectaban sobre la chimenea y la pequeña mesita, repleta de marcos con fotos que mostraban la vida de una niña de piel pálida, ojos marrones y larga melena azabache, desde su nacimiento hasta su infancia. La escena se le antojó tan bella, que no pudo evitar que una lágrima le resbalase por su sonriente mejilla.

Cuando alcanzó el piso superior se detuvo frente a la primera puerta que había nada más desembarcar de la escalera, posó su oído sobre la fría madera de imitación a roble y escuchó. Al otro lado se oía una respiración pausada y profunda. Sonriendo, decidió primero cambiarse de ropa y después dar el regalo a su pequeña.

Dejó la bolsa junto a la puerta y fue a su dormitorio, abrió el armario empotrado y comenzó a desnudarse, se veía en el espejo y pensaba en su apariencia cuando aún era joven, cuando esas horribles, y lo peor de todo, aún diminutas arrugas no plagaban su piel, cuando sus músculos bien tonificados y su piel tersa, habían conquistado a la que hasta hace unos meses, había sido su esposa. Sin darse a penas cuenta se vio ataviado con unos cómodos pantalones cortos y una camiseta blanca de algodón como los que usaba cuando era joven. Sonreía.

Salió del dormitorio y recogió la bolsa mientras abría la puerta de la habitación. Sobre la cama, se encontraba ella, tumbada de lado, con su pelo negro suelto sobre la almohada, sus ojos cerrados y su cabeza recostada sobre su mano.

Él posó enseguida su mirada sobre la silueta de la muchacha, mientras sus ojos se acostumbraban a la profunda oscuridad reinante en el cuarto. Cerró tras él y se dirigió a los pies de la cama, donde la observó largo tiempo, así, en plena oscuridad, poseyendo su alma inconsciente y haciéndola suya con la mirada. Hasta que posó sus manos sobre los pies de la niña y los acarició lentamente.

Como sacudida por una descarga eléctrica la chica abrió los ojos mientras encogía las piernas con tal fuerza que parecieron cepos de caza activados por algún depredador desprevenido.

Tranquila, soy yo, escuchó mientras unos pasos se acercaban por el lateral de su cama. Sacudiéndose el sopor, reconoció la voz de su padre al segundo intento. Hoy es tu cumpleaños y quiero hacerte un regalo muy especial. El plástico de la bolsa hizo un sonido sordo al caer al suelo y casi en el mismo instante, notó como algo rodeaba sus manos y las aprisionaba con fuerza.

No hizo ningún esfuerzo, no luchó por zafarse de la presa, dejó que el cepo se cerrase entorno a sus manos como si fuesen inocentes animalito pillados desprevenidos por un incansable cazador experimentado.

Y le dejó hacer, como tantas otras noches. Se dejó abandonada en ese cuarto oscuro y asfixiante como tantas otras veces.

No lloró. No habló. No sintió.

Pero cuando ese cuerpo sudado y de olor rancio, cuando ese cuerpo que ya se había acostumbrado a sentir dentro de ella se retiró dejándola desnuda sobra la cama, maniatada y sucia. Sonrió. Porque mientras su cuerpo había sido ultrajado como tantas otras veces, en esta ocasión su padre le había hecho un verdadero regalo, le había regalado un sueño.

Y en ese sueño aparecían, su padre, una cerilla, y un bidón de gasolina.

Ese sería el mejor regalo de su 14º cumpleaños.


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2 comentarios:

Peske dijo...

Ostia Raffles... se me ha encogido el alma al leerlo

Eres muy grande!!!

Paola Santos dijo...

Oohhh maencantao friki jiji